por
Luis de la Peña Loredo
Nosotros,
los historiadores, muchas veces somos absorbidos por la rutina de nuestra
disciplina, por los quehaceres de la academia. Se nos enseña a buscar fuentes,
realizar fichas, poner en pie aparatos críticos e incluso no falta algún
atrevido que nos pida interpretaciones nuevas. Todo con la esperanza de ser
aceptado por nuestros colegas en la academia. Sin embargo, poco o nada nos
detenemos a reflexionar sobre las bases en las que se sustenta nuestra
disciplina, los ejes en los que va moviéndose el historiador.
Como
estudiantes de historia, incluso, tememos el momento en el que otra persona,
externa a nuestra disciplina, con interés mostrado, nos pregunte: “¿qué es la
historia?”. No nos sentimos preparados para responderle. Esta circunstancia
penosa nos recuerda a san Agustín que, cuando se preguntaba por el tiempo,
respondía sabiamente: “Si nadie me lo pregunta, lo se. Si quiero explicarlo, no
lo se”. Pensar en el quehacer de la historia es, con todo, algo que los
historiadores tienen que hacer en algún momento —como un compromiso adquirido
consigo mismos al entrar al mundo de Clío.
Este
mismo compromiso es el que debería llevar a los historiadores a tratar de
encontrar un sentido a lo que hacen. Al intentar contestar a la pregunta acerca
de qué es la historia, sin embargo, surgen más preguntas sobre las que deben
reflexionar. Estas preguntas conforman los ejes sobre los cuales se mueve la
disciplina: ¿qué es el tiempo?, ¿qué es el tiempo histórico?, ¿qué es el
pasado?, ¿qué es la verdad?, ¿qué es lo humano?
Con
todo, los que han tratado de dar respuesta a semejantes preguntas son en su
mayoría filósofos, no historiadores. Los estudiosos de la historia no se
sienten obligados a darles respuesta y a veces ni siquiera a hacerse las
preguntas. Para ellos lo que cuenta es tratar con lo concreto, con los hechos,
con las fuentes y documentos que consideran forman la materia prima para crear
sus historias. No existe la necesidad de detenerse a reflexionar en el
propósito de su obra. Como resultado, los historiadores prefieren pasar las
preguntas acerca de su quehacer a otras disciplinas, dárselas a los filósofos,
entregarlas a quienes estén dispuestos a hacerlas suyas porque para ellos (los
historiadores) resultan ajenas.
De
este modo, al pensar que esos problemas no nos conciernen, nos negamos a
reflexionar acerca del mismo ser humano, esto es, acerca de lo que, en
principio, trata nuestra disciplina. ¿Y qué es entonces la historia sino una de
las disciplinas más humanas? No sólo habla del ser humano, sino que es en sí
misma algo propio de lo humano. La historia se construye, se recrea en uno
mismo, de forma íntima. Deviene en un compromiso con nosotros mismos, pero
también con la humanidad. Adquiere utilidad para quien la escribe y para
aquellos de quienes trata.
Y
así también, sin duda, los problemas planteados por los historiadores están, de
alguna u otra manera, ligados a su presente. Como diría Ortega y Gasset,
nuestra circunstancia nos lleva a fijarnos o poner atención sobre un tema
histórico que nos ayude a comprender y a actuar sobre nuestra vida actual. O
como bien diría Marc Bloch, la historia debería servir para la vida. Por
consiguiente, cuando los historiadores hacen el compromiso de preguntarse por
los fundamentos de su disciplina, se ven forzados a hacerlo desde su
circunstancia, para su presente, y por una preocupación que atañe a su
actualidad. Al tratar de imitar el supuesto empirismo de las ciencias duras,
los historiadores olvidan reflexionar acerca de las bases sobre las que se apoya
su actividad, caminan sin preguntarse sobre lo que hacen y para qué lo hacen. Y
entonces su quehacer pierde su sentido, su motivo y los historiadores sólo
construyen conocimiento para la erudición y se olvidan de la vida.
Este texto lo puedes también encontrar en: http://elpresentedelpasado.com/2013/11/08/el-compromiso-del-historiador/
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